El microbiólogo Eduardo Castro investiga muestras de niños asmáticos, buscando dar con las causas que provocan que esta enfermedad se desate en ellos.
Nuestro cuerpo tiene más microorganismos que todas las estrellas de la Vía Láctea. La mayoría ayudan a nuestro organismo a cumplir muchas de las funciones que nos mantienen vivos —por decir sólo un ejemplo, a degradar la fibra que comemos, algo que ningún gen humano sería capaz de hacer sin ellos—, pero también existen numerosos microorganismos patógenos, que son los responsables de las enfermedades infecciosas que nos atacan.
Al microbiólogo Eduardo Castro, investigador de la Universidad Andrés Bello y uno de los innovadores sub 35 más destacados de Latinoamérica según la prestigiosa publicación MIT Technology Review, le gusta hablar de nuestro “carné de identidad microbiano”: la suma de los billones de bacterias, virus y hongos que posee cada persona, y que determinan su salud. Castro se dedica a comprender esa identidad y, para eso, cuenta con un arma esencial: el gen 16S rRNA, que secuencia y amplifica en muestras de pacientes con distintas enfermedades, para poder observar su microbioma. La pregunta que ronda hace años entre las paredes de su laboratorio, sin embargo, es más específica: cuáles son las condiciones microbianas que desencadenan que algunos niños desarrollen asma y otros no.
—Normalmente uno piensa así en una enfermedad: o tengo el patógeno o no lo tengo —explica Castro, doctor en Ciencias Biológicas de la Universidad George Washington—. En el caso del asma el problema no es ése, porque los mismos bichos que tiene cualquier niño sano también los tiene un niño enfermo, solo que en mayor abundancia. Eso nos indica que se produjo un cambio que hizo que la microbiota de los niños asmáticos se descontrolara.
Castro lleva un lustro buscando las razones de esa abundancia, y ya tiene buenos indicios. Pero la forma en que llegó a investigar el asma fue más bien circunstancial. Sucedió hace seis años, en Estados Unidos, cuando aprendió las técnicas para analizar genéticamente el microbioma humano, lo que lo llevó a fundar Aperiomics, una empresa dedicada a la detección de patógenos mediante secuenciación genética. Mientras hacía sus primeros trabajos en ella, cuenta el microbiólogo, se dio cuenta —con cierta sorpresa—, de que el microbioma respiratorio había sido muy poco explorado en todo el mundo. En general, los investigadores utilizaban muestras de fecas y de materia intestinal, mucho más sencillas de conseguir. Entonces decidió acercarse al Children’s Medical Center de Washington, en donde le ofrecieron muestras de niños asmáticos. Así, casi por casualidad, empezó todo.
—Analizando esas muestras, nos dimos cuenta que los niños asmáticos tenían en su aparato respiratorio tres microorganismos relacionados con el asma, en cantidades muy exacerbadas: Moraxella catarrhalis, Streptococcus pneumoniae y Hemophilus influenzae —cuenta el investigador, de 37 años—. Decidimos entonces analizar el genoma de estos patógenos, para averiguar qué los hacía especiales cuando estaban en niños con asma.
Para entender cómo proliferaban estas bacterias, decidió investigar también muestras de niños sanos, y así se topó con la evidencia que marcaría los próximos años de su vida: las muestras presentaban las mismas bacterias, pero en menor cantidad. En ese momento, entendió la pregunta que todavía intenta responder: ¿qué condiciones son las que generan que de dos niños con una microbiota similar, uno desarrolle asma y el otro no? Y más importante aún: ¿de qué forma podría evitarse ese proceso? Estas dudas, cuenta, lo llevaron a pensar en Chile, donde nunca se había realizado una investigación de ese tipo en asma.
—Me preguntaba cómo sería la microbiota de los niños de acá. ¿Será diferente, será parecida a lo que se conoce en otras partes del mundo? —cuenta el microbiólogo—. La microbiota cambia por muchas cosas distintas: por la dieta, por la edad de las personas, por la etnia. Ésa fue la base de la investigación que comencé luego de regresar.
“Nos dimos cuenta que los niños asmáticos tienen en su aparato respiratorio tres microorganismos relacionados con el asma, en cantidades muy exacerbadas. Decidimos entonces analizar el genoma de estos patógenos, para averiguar qué los hacía especiales cuando estaban en niños con asma”, cuenta el investigador.
Castro volvió a Chile en julio de 2015, para montar su propio laboratorio en la Facultad de Ciencias de la Vida de la Universidad Andrés Bello. Desde entonces, trabaja con muestras de niños del CESFAM Doctor Amador Neghme, y ya ha encontrado respuestas: por ejemplo, que hay diferencias claras entre la microbiota de los niños chilenos y estadounidenses, siendo la local mucho menos diversa, lo que los hace más vulnerables a los patógenos. El microbiólogo cree que, en principio, las causas estarían relacionadas con la mala calidad del aire y con problemas de nutrición. Con su equipo, siguen comparando los microbiomas de niños sanos y enfermos, en busca del origen del asma, y cree tener una pista importante: que los asmáticos podrían tener una bacteria ligeramente diferente —una Moraxella mutada—, capaz de eludir el sistema inmune y colonizar el tracto respiratorio con mayor facilidad. Su sueño, dice, es comprender esas diferencias en profundidad, para generar un producto alimenticio probiótico —tal vez, un yogur—, que los niños asmáticos podrían tomar todas las mañanas para hacer más resistente su sistema respiratorio.
—Sería muy bonito, porque esto nació de una idea muy preliminar en 2013, y queremos llevarlo a algo tangible en la próxima década —dice el científico—. Traducir una idea que se nos ocurrió entre cuatro paredes a un producto que un niño pueda tomar, y que le va ayudar a que su microbiota sea más robusta. Eso es lo que estamos tratando de lograr.
Vía Explora, texto: José Miguel Martínez