Vía Biblioteca biodiversidadla.org
La investigación de la organización CARE, realizada junto con el equipo investigativo del Instituto de Estudios Ecuatorianos, tiene como propósito analizar el rol de las mujeres campesinas indígenas, afroecuatorianas y mestizas, en la defensa de la seguridad y soberanía alimentarias. Se trata de una investigación que explora las condiciones sociales y productivas de mujeres campesinas en cinco cantones de la zona norte del Ecuador, para identificar las oportunidades y limitaciones que enfrentan estos grupos de mujeres en la presente coyuntura política económica, marcada por las reformas constitucionales que incluyeron a la soberanía alimentaria como principio y derecho.
Resulta determinante comprender el contexto en el que se enmarca la investigación, el cual tiene que ver con la implementación de una política pública que corresponde a un modelo de desarrollo que consolida la matriz primaria exportadora instaurada desde la época neoliberal. Esto se materializa en la intensificación agrícola, por parte del MAGAP –entidad responsable de la agricultura, la ganadería y la pesca ante el pueblo ecuatoriano– basada en la expansión de monocultivo, en las intervenciones homogéneas y verticales en contextos locales distintos, en la deificación de la tecnología agraria, y en la despolitización de la planificación y la toma de decisiones. Tomar en consideración este contexto, que también está marcado por una estructura histórica de desigualdad socioeconómica y étnica, entre territorios y espacios rurales-urbanos, permite comprender la razón por la cual las contribuciones potenciales de las mujeres rurales suelen verse limitadas.
En esta investigación se evidencia la inviabilidad del modelo de desarrollo del Estado pues, por un lado, prioriza criterios de productividad a través de entrega paquetes productivos, capacitación y tecnología, requisitos de crédito excluyentes; mientras que, por otro lado, se propone garantizar la soberanía alimentaria para que las personas, comunidades, pueblos y nacionalidades alcancen la autosuficiencia de alimentos sanos y culturalmente apropiados de forma permanente (Art. 281). La coexistencia de estos modelos antagónicos es palpable en los estudios de caso. El agronegocio potenciado desde el Estado convive con iniciativas de soberanía alimentaria promovidas por las organizaciones de las mujeres rurales. Se trata de una convivencia que lejos de llevarse a cabo desde la complementariedad, se desarrolla desde la subordinación de la una hacia la otra; y desde la resistencia de la una frente a la otra.
En términos concretos, los estudios de casos dan cuenta de que la economía familiar campesina ha optado por la pluriactividad como un método de subsistencia ante la falta de rentabilidad del trabajo campesino, provocada por la estructura histórica de desigualdad que mencionamos, la cual termina consolidando la división sexual del trabajo que, a su vez, configura el escenario de un campo feminizado y envejecido. La mujer asume la carga reproductiva y productiva; mientras que, el hombre campesino, en su búsqueda por mejorar el sustento familiar, se convierte en proletario del campo ajeno, de la construcción, o de cualquier otro trabajo que le represente una fuente de ingresos.
Esto sucede al mismo tiempo que aumentan los índices de migración a las ciudades de las poblaciones juveniles que van en busca de oportunidades de estudio y de trabajo desvinculados con las prácticas campesinas.
Cada uno de los estudios de caso describe las iniciativas que las organizaciones de las mujeres rurales construyen en favor de la soberanía y la seguridad alimentarias. Algunas de las prácticas que encontramos tienen que ver con intercambio de semillas y productos, ferias de comercialización, producción diversificada, restitución de prácticas culturales en la dinámica productiva y en los sistemas de producción, creación de artesanías locales, fomento de autonomía económica, fortalecimiento organizativo desde el bienestar colectivo.
Sin embargo, a la par de estas iniciativas, la investigación vislumbra expresiones de una realidad paralela basada en un modelo de desarrollo moderno primario exportador que afecta, de manera más o menos visible, la viabilidad de las iniciativas consolidadas por las mujeres: en Pedro Moncayo está presente el agronegocio de florícolas, avícolas y ganado; en Cotacachi está presente el agronegocio de florícolas, café y uvilla, a la vez que la estimulación de producción de cebada por parte de la Cervecería Nacional a partir la agricultura bajo contrato; en Putumayo está presente el agronegocio de café, cacao, palma africana y banano, a la vez que están presentes actividades extractivas de petróleo y de basalto; en San Lorenzo está presente el agronegocio de palma africana, plátano, café, cacao y banano; en Mira está presente el agronegocio de tomate riñón, fréjol y caña de azúcar.
Al retomar la voz de las mujeres rurales entrevistadas, nos encontramos con preocupaciones en varios ámbitos. En el plano de lo productivo, mencionan que la agroecología no siempre resulta rentable por lo que hay quienes todavía dependen de productos químicos, reconocen que se requiere apoyo en el trabajo en el campo y apoyo institucional para el fomento de la producción agroecológica, comentan que padecen el limitado acceso al agua y a la tierra, señalan la falta de condiciones para la reproducción de semillas de algunas especies genera dependencia institucional. En el plano de lo económico, perciben que la competencia con el mercado convencional es avasalladora, y padecen la desvaloración de la calidad de productos por parte de las personas consumidoras. En el plano de lo cultural, reconocen que la asimilación de valores occidentales fomenta el desarraigo cultural que se materializa en la pérdida de identidad gastronómica, la pérdida de idiomas ancestrales, la migración de las juventudes en búsqueda de trabajo y estudios fuera del campo, la pérdida de lo colectivo en la individualización de la propiedad de la tierra.
Esta realidad compleja nos permite comprender que la coexistencia antagónica entre estos dos modelos agrarios, lejos de proveer un espacio político, económico y cultural en el que ambos modelos convivan de manera paralela y equitativa, termina socavando una en detrimento de la otra. Así, dentro del vasto ámbito de las capacidades sociales humanas y los múltiples modos en que la vida social podría ser vivida, las actividades del Estado, de manera más o menos coercitiva, “alientan” algunas mientras suprimen, marginan, corroen o socavan otras (Corrigan y Sayer, 2007: 45).
Pese a estas circunstancias, pese a las adversidades plasmadas por una estructura histórica de poder de injusticia y desigualdad, pese a un Estado legitimador de un modelo de desarrollo ilegítimo para las diversidades rurales, pese a la institucionalización de una soberanía alimentaria teórica, discursiva y manipulada, la investigación nos ofrece un destello de luz para demostrar que la soberanía y la seguridad alimentarias se pueden construir desde lo colectivo y desde las raíces de identidades culturales mil veces violentadas, pero mil veces resucitadas. Habrá que ir detrás de estas luces en las páginas del libro, y aceptar la invitación que las autoras nos hacen de profundizar aún más en la búsqueda de rastros de autonomía, soberanía y esperanza.
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