El bosque es sus indescifrables olores, compartir fruta con los loros choroy, contemplar los cambios de la luz del sol y la luna sobre las hojas de los coigües. El bosque es entrecerrar los ojos para que aparezcan en foco, repentinamente, las finísimas hebras de seda con que las arañas tejen el bosque, rama a rama, a piedra, a tronco, hasta llegar a mi quieto y silente brazo.
Es una comunidad de seres vivos, un colectivo más diverso que la más variopinta ciudad humana, y como en todos los ecosistemas, la vida de una especie de planta, hongo o animal del bosque, depende del bienestar de las demás. Quienes vivimos en la ciudad estamos encerrados en una ilusión. La ilusión de que los humanos no dependemos de nadie más que de nosotros y de nuestra tecnología, la ilusión de que nuestra velocidad acelerada es la única posible, la ilusión de que lo que quiere un individuo es más importante que lo que necesita la comunidad, la ilusión de que la comida viene del supermercado, la carne de una bandeja de plástico y el agua de una llave. Todo lo que necesitamos, agua, aire, alimento, refugio, suelo, proviene de la red entrelazada de la vida, compuesta de millones y millones de eslabones, de especies que su mayoría desconocemos, fuente además de medicinas, recursos para construir nuestras civilizaciones, y solaz: espacio para la contemplación, el desarrollo interior y social, espacio para la paz. La arrogancia humana de creernos dueños de la Tierra y sus criaturas, fuente de la ilusión suprema de que existe una “naturaleza” aparte de nosotros, nos ha llevado a concebir a otros seres vivos (y a miembros de nuestra propia especie) como recursos a ser explotados. Hemos sometido y dominado hasta desatar una nueva era geológica, marcada por los componentes del cambio global antropogénico: contaminación, invasiones biológicas, cambio climático, cambio de uso de suelos y mares, sobreexplotación. La codicia nos hizo olvidar que dependemos de los otros, de flores, pájaros, gusanos, mohos y chanchitos de tierra, tanto como ellas y ellos dependen de nosotros.
Año tras año, los bosques de Chile y el mundo pierden terreno ante la deforestación,
los monocultivos de árboles exóticos invasores (una plantación NO es un bosque), la urbanización, construcción de caminos, desarrollo inmobiliario, incendios y el pernicioso Decreto # 701. Al desvanecerse los bosques, no solo mueren incontables seres vivos (tan vivos como tú o como yo), también se va el agua de las napas, se pierde suelo fértil, desaparece el potencial sanador de miles de compuestos químicos de las plantas, liberamos CO2 a la atmósfera, nos enfermamos más, quedamos vulnerables a los efectos de la erosión. Perdemos riqueza, salud, seguridad e identidad. El bosque nos recuerda (del latín re =de nuevo y cordis = corazón, es decir, volver a pasar por el corazón) que el bienestar es colectivo.
Nuestros bosques contienen otros mundos tan misteriosos como el fondo del mar. Recién comenzamos a conocer las especies que habitan el dosel (copas de los árboles), a entender la importancia de los microbosques de musgos y otras plantas antiguas en los ciclos de nutrientes y del agua, a develar la incansable actividad del tejido vivo que es el suelo, a aceptar que los árboles se comunican y cuidan entre sí.
Recién estamos aprendiendo a desenmarañar la intricada malla de interacciones entre especies que ocurren en nuestros bosques, una madeja de muchos más colores y nudos que aquella de los muy estudiados bosques templados del hemisferio norte. Los bosques de Chile son tan excepcionales, y están tan amenazados y poco protegidos, que la ciencia los ha declarado dentro de los epicentros de biodiversidad del planeta.
Son tan únicos y chilenos como nosotros, su diversidad es parte de nuestra identidad.
Por milenios y milenios hemos recibido los beneficios en la salud (física, social, emocional) surgidos de convivir cotidianamente con otras especies, como parte de los bosques y otros
ecosistemas. Durante la vasta mayoría de nuestra experiencia como especie, reconocer
al bosque como fuente directa de los recursos indispensables para nuestra vida era una realidad tangible. ¿Cómo recobrar, re-cordar nuestro lugar en el bosque?
Estar en el bosque. Perderse y encontrarse. Querer investigar e imaginar cómo viven y sienten los otros. Guardar silencio y abrir los sentidos, todos. Compartir el tiempo y el espacio. Con el ciervo volante, el rayadito que decide ruidoso si soy amiga o amenaza, con la babosa que acampa dentro de mi zapato. Hacerse preguntas. ¿Cómo percibe el paso del tiempo un alerce de 3.000 años?.
En Los Bosques Cuentan Su Historia podrás conocer a algunos habitantes de los bosques de Chile y escuchar sus historias, desde el misterio del bosque nortino que come niebla, hasta los micromundos que se esconden en la Patagonia. Contado en primera persona, ejercita la curiosidad y empatía necesarias para reconocer y amar al otro, sin lo cual no hay responsabilidad posible. Al terminar de disfrutar este libro, ciérralo y sal de tu casa. Los bosques, te esperan.
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