“Nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución”, dijo Theodosius Dobzhansky en 1937, en el libro con el que sentaba las bases de la que sería la Teoría Sintética de la Evolución, continuación del trabajo iniciado por Darwin. “El Origen de las Especies” impactó a tal punto la sociedad europea de 1859, que inmediatamente repercutió en la política y la religión, generando asambleas públicas para debatirlo, mucho más allá de las ciencias naturales, impregnando rápidamente nuevos campos de estudio como la sociología. Aquellos primeros debates no han cesado hoy, y aunque menos encendidos y asumidos sus fundamentos generales, los mecanismos más precisos siguen ocupando importantes espacios en foros de diversas disciplinas.
Pasados más de 150 años de la publicación de Darwin y a la luz de los conocimientos actuales, aquella afirmación de Dobzhansky se ha visto confirmada y ha multiplicado la fuerza de su sentido. De un modo similar al lugar central que tiene la teoría de la relatividad para la física, el amplio cuerpo de conocimientos que hacen a la evolución, constituye para las ciencias biológicas el eje fundamental de la totalidad de las investigaciones biotecnológicas, médicas, farmacológicas o ambientales.
Tal como sucede con la ciencia, para la educación también es fundamental, sin embargo, depende de las políticas pedagógicas que la evolución sea eje de la enseñanza y punto de partida de las ciencias naturales:
es eje estructurante del modelo pedagógico y curricular de las ciencias naturales,
es herramienta didáctica imprescindible para la comprensión de los fenómenos biológicos,
y es herramienta formativa: el debate y la reflexión sobre el origen y evolución del
planeta y de los seres vivos, y el sitio que ocupa el ser humano en este universo, son
ideas fundantes en la construcción del pensamiento abstracto de preadolescentes y
adolescentes, y punto de partida del pensamiento filosófico, sociológico y científico.