Chile no merece el Oscar del Turismo, merece el del auto sabotaje

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Por Claudio Pérez Anabalón. Geógrafo, Mg. Antropología y Desarrollo, MBA. CEO de Eduprisma

Sí, leíste bien. Porque a estas alturas del partido, y con el escenario global y local que tenemos por delante, es momento de dejar de celebrar medallas que no estamos sabiendo honrar.

Como país, hemos ganado ya varias veces el “Oscar del Turismo”, ese título glamoroso que nos reconoce como uno de los destinos más atractivos del planeta. Lo aplaudimos, claro. ¿Cómo no hacerlo si somos un país de extremos y maravillas naturales, con una geografía única que abarca desde el desierto más seco del mundo hasta los glaciares australes, desde volcanes activos hasta cielos estrellados reconocidos mundialmente?.

Pero hoy quiero hacer una pausa incómoda. Una de esas que invitan a mirar más allá del trofeo, más allá del discurso institucional y el video promocional. Porque la verdad —esa que duele pero libera— es que si existiera una estatuilla por el auto-sabotaje territorial, Chile debería estar en primera fila. Aplaudiéndose a sí mismo por sabotear, una y otra vez, la oportunidad histórica de reinventar su matriz económica en torno a la sustentabilidad, la creatividad y el turismo regenerativo.

¿Por qué decimos esto? Porque lo tenemos todo, y sin embargo, seguimos apostando por lo que lo destruye todo.

Tenemos riquezas naturales que no necesitan ser extraídas, sino simplemente interpretadas, cuidadas y compartidas. Tenemos culturas locales, biodiversidad, una geología única, patrimonio de pueblos originarios, cielos oscuros, costas vivas, cordilleras inspiradoras y zonas rurales llenas de sabiduría y sabores que enamoran. Pero insistimos en seguir cultivando una economía centrada en actividades extractivas que degradan lo que somos, hipotecan nuestro futuro y reducen los territorios a zonas de sacrificio. Lo veo, en muchos casos, así.

Me refiero, por ejemplo, a la expansión de la megaminería en ecosistemas frágiles, al modelo forestal que ha reemplazado biodiversidad por monocultivo, consumiendo agua como si fuera infinita; a la salmonicultura que contamina mares prístinos; al avance inmobiliario sobre dunas, humedales y bosques costeros. Todo esto mientras hablamos —con aire triunfalista— de ser un paraíso turístico. ¿No es eso auto-sabotaje en su máxima expresión?

Y lo vemos ahora nuevamente: el reciente fallo del Tribunal Constitucional daría luces favorables a la ejecución del proyecto minero-portuario Dominga, tras años de resistencia ciudadana y evidencia científica sobre sus impactos, nos recuerda que seguimos priorizando modelos de desarrollo que atentan contra los mismos territorios que después vendemos como destino turístico “sustentable”.

¿No es eso auto-sabotaje en su máxima expresión?

Esto lo veo muy seguido trabajando en diversos territorios. A través de Eduprisma, como educadores, creadores y gestores de proyectos que conectan ciencia, arte y territorio, vivimos de cerca las paradojas. Vemos comunidades que podrían ser protagonistas de un modelo turístico consciente, pero que son marginadas por decisiones que priorizan la rentabilidad a corto plazo. Vemos jóvenes apasionados por su entorno, pero sin oportunidades para formarse como guías, intérpretes del paisaje o emprendedores turísticos. Vemos regiones con todo el potencial para liderar una transición verde y cultural, pero atrapadas en discursos de “no hay otra opción”.

¿Y si Chile, en lugar de sabotearse, se permitiera imaginarse distinto?

Imaginemos un país donde el turismo no sea solo una industria, sino una forma de repensar el desarrollo. Un turismo que no viene a consumir paisaje, sino a generar pertenencia. Un turismo que diversifica economías locales, que rescata oficios, lenguas, memorias, sabores. Que se conecta con la educación, con la ciencia ciudadana, con las infancias y con las personas mayores. Un turismo que activa redes colaborativas y que transforma cada territorio en una escuela viva, en una experiencia de aprendizaje mutuo entre visitantes y habitantes.

Y ahora, soñemos más en grande aún.

¿Qué pasaría si existiera un tren turístico que recorriera Chile de Arica a Punta Arenas?

Un tren de verdad. No uno simbólico. Un tren moderno, panorámico, eficiente y silencioso, que serpentee entre desiertos y cordilleras, que cruce puentes colgantes y se interne en túneles milenarios. Un tren que no solo una ciudades, sino historias. Que vuelva a poner en valor lo que fue nuestra red ferroviaria, aquella que unía ramales y permitía que los pueblos se encontraran entre sí.

Imaginen la experiencia de viajar por Chile así: partir al amanecer desde el altiplano de Putre, bajar a las caletas nortinas, cruzar valles floridos en primavera, llegar a la costa central, internarse por los campos del Maule, dormir bajo las estrellas en la Araucanía, despertar al lado de un lago patagónico y llegar finalmente a los vientos del Estrecho de Magallanes. Un tren que detenga su marcha en centros culturales rurales, en observatorios astronómicos, en parques nacionales, en santuarios de la naturaleza, en pequeños museos y ferias campesinas.

Un tren que cuente con estaciones diseñadas por artistas locales, con cafeterías que ofrezcan productos del entorno, con experiencias educativas a bordo. Un tren que no solo transporte personas, sino también saberes, sueños, economías comunitarias, lenguas ancestrales, nuevas formas de entender el bienestar.

¿Utopía? No más que la Carretera Austral en su momento. No más que los trenes turísticos de Suiza o Japón. No más que cualquier visión-país que se atreve a invertir en largo plazo.

Pero claro, para lograrlo habría que hacer lo que hasta ahora no hemos querido: creer que somos capaces de algo más que exportar materia prima.

Habría que dejar de sabotearnos.

Tendríamos que dejar de pensar que el desarrollo pasa por cuántas toneladas movemos al mes, y empezar a preguntarnos cómo queremos habitar este país. Tendríamos que valorar las economías del cuidado, de la hospitalidad, de la creatividad, de la conexión humana. Y tendríamos que asumir que la sustentabilidad no es un costo, sino una oportunidad.

Yo creo en ese otro Chile. Uno que no necesita más medallas que el orgullo de haber sabido cuidar lo que le tocó en suerte. Uno que entiende que las verdaderas riquezas son aquellas que podemos compartir sin destruir. Uno que transforma su diversidad natural y cultural en el corazón de un proyecto país. Uno que se recorre en tren, con pausa, con relato, con sentido.

Así que no, gracias. Esta vez no quiero, e invito a todas y todos a que tampoco quieran el Oscar del Turismo si no viene acompañado de un compromiso serio, transversal y duradero por repensar el modelo. Esta vez, si nos dan un premio, que sea el de la valentía para dejar de sabotearnos.

Porque el Chile que merecemos no es el que explota su belleza. Es el que la honra.

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