Zoonosis y crisis ambiental

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Francisco Montaño

La pandemia es, en gran parte, el síntoma de un tipo de relación con la naturaleza en la que las sociedades modernas han normalizado el extractivismo y la destrucción de ecosistemas con el fin de obtener beneficios económicos. Dicha relación ignora que el espacio naturalmente existente entre animales, patógenos —como el virus del SARS-CoV-2, y humanos nos protege de agentes que son desconocidos para nuestro organismo, para los que nuestro sistema inmunológico no tiene defensas y cuyo efecto en nuestros cuerpos es en gran parte desconocido por la ciencia.

Ilustración: Estelí Meza

Una zoonosis especial

En términos ecológicos, el virus del SARS-CoV-2 es un ejemplo de un proceso conocido como zoonosis: la transmisión de un patógeno de animales a humanos.1 La multicitada hipótesis sobre el surgimiento del covid-19 en un mercado de animales exóticos en Wuhan, así como análisis del genoma del virus, sugieren que especies animales exóticas podrían formar parte de una cadena de mutación a través de la cual el virus, indirectamente, terminó contagiando a seres humanos.

Los procesos de zoonosis no son nuevos. Los ejemplos son variados: la rabia, el VIH, el dengue, el ébola, la malaria o la enfermedad de Lyme son todos ejemplos de zoonosis que, en fechas recientes han afectado a los seres humanos a escalas muy distintas. Las zoonosis, sin embargo, no son fenómenos que ocurran fácilmente en la naturaleza, debido a barreras naturales entre animales, patógenos y humanos. Entre estas, podemos contar la distribución geográfica de poblaciones animales, su respuesta inmunológica y la intensidad de la infección, así como la exposición humana a los vectores de la enfermedad y la propia dinámica entre humanos.2

En ese sentido, cada zoonosis es distinta: algunas tienen como vectores de transmisión a los mosquitos o las garrapatas, otras requieren del contacto con la sangre de las personas, mientras que otras más sólo necesitan del contacto con saliva. Asimismo, el comportamiento de los humanos determina en gran medida su propagación: algunas enfermedades se expanden más en comunidades que viven en zonas con condiciones climáticas que permiten la sobrevivencia de los vectores, como el ébola, el dengue o la malaria.

Adicionalmente, factores como el cambio climático, la deforestación o la fragmentación de hábitats amplían las áreas de contacto entre animales, patógenos y humanos: elevan las temperaturas de latitudes antes frías y posibilitan la sobrevivencia de animales que transmiten el virus, fuerzan a los animales a entrar en contacto con los humanos, o llevan a los humanos a manipular animales contaminados para satisfacer la demanda de los mercados. Si a eso se le suma el alto grado de interconectividad y globalización, a través del cual millones de personas viajamos alrededor del mundo, de manera casi rutinaria, podemos ver por qué un virus como el SARS-cov-2, se convirtió en la pandemia de dimensiones globales que atravesamos desde hace seis meses.

Medidas como prohibir los mercados de animales salvajes, combatir el tráfico internacional de especies y cambiar patrones de consumo de fauna silvestre son medidas básicas para evitar otros episodios de zoonosis como el covid-19.3 Sin embargo, no son suficiente, pues los humanos comúnmente incursionamos en los hábitats de fauna silvestre con otros propósitos, como hacer uso agrícola de ellos, extraer recursos con fines industriales o simplemente urbanizar áreas que anteriormente albergaban a fauna infectada.

Un síntoma de la crisis socioambiental

El cambio climático causado por la actividad humana puede profundizar tales ciclos de contacto entre animales, patógenos y humanos. Como ejemplo, basta ver las temperaturas de hasta 45 grados centígrados registradas en el círculo ártico en las últimas semanas. Por un lado, los modelos climáticos existentes contemplaban tales comportamientos meteorológicos hasta el año 21004 —lo cual muestra las subestimaciones de la ciencia actual con respecto a la magnitud de la catástrofe—. Por otro, tales temperaturas significan una amenaza para el permafrost, la capa de hielos perpetuos del planeta, normalmente ubicados en los polos. En el permafrost se encuentran alojados virus inactivos que no han circulado entre seres vivos por varios miles de años. El derretimiento del permafrost causado, en parte, por temperaturas extremadamente inusuales implica que estos virus podrían ser reactivados y comenzar a circular entre seres vivos inadaptados para la interacción con tales patógenos.5

El virus del SARS-CoV-2 es, en ese sentido, consecuencia y ejemplo de que las disrupciones que los humanos causamos en los ecosistemas, principalmente como producto de nuestra intensa actividad económica, no sólo son perjudiciales para el equilibrio biofísico del planeta, sino para nuestra propia salud e interacción segura con otros humanos y otras especies. Debido a lo anterior, hay que señalar que la normalidad extractivista en la que se basa gran parte del modelo de desarrollo actual es uno de los motores de la pandemia. Los esfuerzos por volver a ella sólo nos alejan de una relación distinta con la naturaleza.

En ese sentido, vale la pena acotar responsabilidades, pues a menudo se corre el riesgo de caer en generalizaciones que ocultan desbalances de poder y, por ende, de responsabilidad en cuanto a la relación destructiva con la naturaleza. Lugares comunes que señalan que “los humanos somos el virus”, o que “la raza humana es el problema”, invisibilizan los comportamientos distintos entre las personas, los países y las compañías, los niveles desiguales en el uso y consumo de recursos naturales y el despojo de recursos que sufren ciertos humanos a costa de otros.

Los datos indican que el 49 % de las emisiones de gases de efecto invernadero en el rubro de consumo provienen del 10 % de la población más rico del planeta, mientras que el 50 % de las personas más pobres sólo son responsables del 10% de las emisiones.6 Asimismo, 100 compañías son responsables del 71 % de las emisiones desde 1988 a la fecha.7 Si bien es cierto que, a nivel social, el modelo extractivista de producción está normalizado, las sociedades no se benefician por igual del mismo. Más bien, sólo una pequeña parte de ellas lucra con la destrucción de ecosistemas a través del extractivismo y la contaminación. No es, pues, la raza humana en su totalidad la que requiere de una relación predatoria con la naturaleza.

El cuestionamiento entonces, de nuestra relación con la naturaleza, pasa inevitablemente por identificar a los pocos actores, y a sus hábitos de lujo innecesario y consumo compulsivo, que se basan en el acceso, control y uso de recursos naturales para mantener esquemas socioeconómicos profundamente desiguales. En ese sentido, el covid19 como proceso de zoonosis, no hace más que demostrarnos, por donde se le vea, que la crisis ambiental es también una crisis social. Depende de nosotros imaginar y co-crear una transición socioecológica justa.

 

Francisco Montaño
Maestro en Ecología Humana por la Universidad de Lund, Suecia.


1 Raina K. Plowright et al 2017. Pathways to zoonotic spillover, Nat Rev Microbiol. 2017; 15(8): 502–510.

2 Susanne H. Sokolow,  et al 2019. Ecological interventions to prevent and manage zoonotic pathogen spillover.

3 Christian Walzer. 2020. The COVID-19 pandemic has introduced us to a new word: Zoonosis.

4 Alejandra Borunda. 2020. What a 100-degree day in Siberia really means. National Geographic.

5 Jasmin Fox-Skelly. There are disease hidden in ice and they are waking up. 2017.

6 Oxfam. 2015. Extreme Carbon Inequality.

7 Carbon Disclosure Project. 2017. CDP Carbon Majors Report 2017.

Publicado originalmente en Nexos

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