La tierra parece regularse a sí misma en acuerdo a un plan, y la integración de todos los seres vivos la hace funcionar como un enorme organismo pluricelular. A 40 años de su aparición, la teoría Gaia sigue enfureciendo al mainstream científico.
El inventor James Lovelock nació en Inglaterra en 1919. Pasó a la historia por una idea sumamente simple y que, al decirla, parecería de sentido común, pero cuyas premisas formales fueron ampliamente cuestionadas por la comunidad científica a finales del siglo XX. La idea, expresada en una sencilla frase es: la Tierra se comporta como un organismo, y tal vez lo que molestó a los científicos más ortodoxos fue que ese organismo tuviera un nombre con el que el gran público pudiera relacionarse: Gaia, la madre tierra.
Lovelock se graduó en química y trabajó para el gobierno británico durante la Segunda Guerra Mundial (algo como el personaje Q de James Bond, alguien que puede hacer los más diversos gadgets), lo cuál llevó a la invención del detector de captura de electrones, que permitió detectar componentes tóxicos en regiones tan remotas como la Antártida (el trabajo del científico mexicano y premio Nobel Mario Molina estuvo en gran parte inspirado por el trabajo de Lovelock). Dichas habilidades pronto fueron reconocidas por otro cliente importante, la NASA. A partir de los años 60 Lovelock trabajó en California para la agencia espacial, desarrollando un proyecto para verificar la existencia de vida en el planeta Marte.
Según Lovelock no era necesario enviar naves al planeta rojo para saber si este tenía vida o no: bastaba observar las condiciones ambientales de Marte y compararlas con las de la tierra. Fue este proceso el que lo llevó a desarrollar la idea de que un planeta no solamente puede albergar vida en su interior gracias a su composición atmosférica, sino que de algún modo dicho planeta –este, el nuestro– es vida. Si la Tierra es vida en sí misma, es dable pensar que puede comportarse como un organismo.
Aunque el argumento por entender un planeta como un organismo vivo cobraría adeptos y detractores en los años siguientes, no fue Lovelock mismo quien propuso el nombre de “Gaia” para su teoría, sino uno de sus más cercanos amigos, el escritor William Golding, a quien tal vez recuerden por una primera novela muy exitosa, El señor de las moscas. Golding sugirió el nombre de Gaia, como la antigua diosa griega de la Tierra, además de motivar y seguir de cerca los progresos de su amigo.
Lovelock hizo pública su teoría a principios de los 70, y fue entonces cuando encontró a su siguiente colaboradora en la microbióloga estadunidense Lynn Margulis. El paso hacia la colaboración fue natural: Margulis era una ferviente creyente de la simbiosis (la idea de que los organismos colaboran unos con otros para beneficiarse mutuamente), lo que finalmente ocurrió en su trabajo con Lovelock. Sin embargo, Margulis no era tan entusiasta en cuanto a las consecuencias míticas y filosóficas de la teoría de Gaia.
Margulis ya tenía para entonces un nombre hecho dentro de la comunidad científica gracias a sus estudios al respecto de la simbiosis en organismos pluricelulares. Para ella, las células complejas (eucariontes) estaban formadas de células más básicas o primitivas (procariontes); dichas células, según su teoría, se volvían “organelos”, partes funcionales de dichas células complejas. Para alguien con estos antecedentes era mucho más fácil relacionarse con la misma dinámica que había visto en organismos microbiológicos en una escala mayor, por lo que comenzó a colaborar con Lovelock escribiendo textos a favor de la teoría Gaia.
Un argumento que desarrollaron juntos, por ejemplo, habla de que la temperatura del Sol durante la vida de la Tierra no ha permanecido constante. La edad de nuestro planeta se calcula en unos 4.5 mil millones de años, durante los cuales la temperatura del Sol ha aumentado en la misma proporción periódica. ¿Por qué esos aumentos de temperatura han seguido permitiendo la vida en la Tierra? Lovelock y Margulis pensaron que se trataba de que la vida misma en nuestro planeta cambia la composición de los gases terrestres, y que al hacerlo, logra moderar y atenuar los efectos de la radiación solar. Justo como un cuerpo suda cuando hace calor o tiembla cuando hace frío, la Tierra regula sus niveles de calor a través de los organismos más pequeños que la habitan.
Fanáticos y detractores
Pero por más “lógica” que pueda sonar esta visión del mundo, Lovelock y Margulis se enfrentaron a férreas críticas, como la de John Postgate, un microbiólogo de la Royal Society quien expresó en 1988: “Gaia, ¡la Gran Madre Tierra! ¡El organismo planetario! ¿Soy el único biólogo que sufre urticaria y un sentimiento de irrealidad cuando los medios me invitan a hablar de esto en serio? Y es que para los biólogos evolucionistas, la teoría Gaia tenía algunos problemas importantes. Las plantas no producen dióxido de carbono “por el bien de la Tierra”, sino como parte de sus funciones, según el mainstream oficial. Toda otra explicación atenta contra el paradigma darwiniano, donde la cooperación entre especies no es tan importante como la supervivencia del organismo.
Otro argumento en contra fue que la teoría Gaia se hizo de férreos adeptos dentro de las comunidades new age. Muy pronto aparecieron libros sobre jardinería Gaia, retiros Gaia, iglesias de Gaia, música, arte, así como grupos de ecologistas radicales y ecofeministas, así como los paganos de California. Un caso especialmente curioso fue el de un hombre nacido en Missouri en 1942 bajo el nombre de Timothy Zell, que bajo el nombre de Oberon Zell-Ravenheart que no sin modestia se describe a sí mismo como “psicólogo transpersonal, metamédico, naturalista, teólogo, chaman, escritor, artista, escultor, conferencista y maestro.” En su papel de ministro de la Iglesia de Todos los Mundos fue uno de los muchos “pseudocientíficos” por los que la comunidad científica veía con recelo las teorías de Lovelock, como cuando podemos apreciar a una banda de rock pero dejamos de escucharla a causa de sus odiosos fans.
Y es que en el término “pseudociencia” van implícitas muchas consideraciones históricas y teóricas. La partícula “pseudo” implica un juicio de valor sobre lo verificable de una metodología alternativa al canon científico, y sólo puede ser utilizada por miembros del mainstream científico que se asumen voceros de la verdad científica. Su punto es que la pseudociencia es algo que parece ciencia sin serlo, sin seguir estándares de la ciencia “verdadera”: no es predictiva, es inconsistente, descontextualizada, etc. Sin embargo, desde Platón y Aristóteles la teleología (o búsqueda de las razones últimas) condujo la investigación considerada científica hasta entonces. Un “defecto” histórico de la teoría de Gaia era que presuponía la existencia de una razón última (la continuidad de la vida en la Tierra) a partir de la observación del comportamiento de los organismos. El problema es que después de Descartes, las razones últimas quedaron como una curiosidad de museo en favor de la diosa Razón.
En la historia de la filosofía, las razones últimas siguieron su propio cauce a través de los idealistas alemanes del romanticismo, incluyendo al poeta Goethe, al filósofo Friedrich Schelling y posteriormente en Estados Unidos hacia Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau. Estos autores suelen ser traídos a cuenta por ambientalistas de todo cuño, para los que la teoría Gaia sigue teniendo sentido y pertinencia en la historia de la ciencia.
La teoría Gaia ha provocado pasiones a favor y furores en contra. Lovelock fue condecorado en el 2006 con la Medalla Wollaston, el más grande honor de la Geological Society of London, tal vez porque sigue pesando más lo provocativo de su teoría y sus implicaciones que sus puntos en contra. Aunque la teoría de Gaia no se haya hecho de un lugar en el anaquel de la ciencia moderna, una rama de estudios que ven a la Tierra como un sistema interconectado permea poco a poco en las discusiones. Y es que no se trata de vigilar y castigar a los que proponen hipótesis arriesgadas, sino de tratar de equilibrar la metodología rigurosas con las cualidades imaginativas. Watson y Crick no propusieron su modelo de ADN a partir de elementos comprobables, sino de comprobar empíricamente el funcionamiento de un esquema que en un primer punto fue teórico (la doble hélice). Como Einstein dice, en ciencia (como por otra parte, en toda rama del saber) la imaginación es más importante que el conocimiento. Lovelock sigue siendo un gran ejemplo de ello.
Con información de Aeon Magazine