Por Bernardo R. Broitman, profesor de la Facultad de Artes Liberales, Universidad Adolfo Ibáñez, investigador del Centro de Bioingeniería de la Facultad de Ingeniería y Ciencias de la UAI y del Instituto Milenio SECOS.
Escuchamos el cambio climático global y se nos viene a la mente calor y sequía. O quizás, con el invierno, algunos términos científicos muy recientes en los matinales: ríos atmosféricos e isoterma cero. Esta jerigonza meteorológica y sus coloridos mapas estimulan nuestra imaginación gracias a la capacidad de observar y predecir el ambiente a escala de semanas. Satélites y supercomputadores permiten adquirir, procesar y asimilar datos ambientales al ritmo de la farándula. Pero aunque Ud. no lo crea, los supercomputadores más poderosos del mundo invierten gran parte de sus horas en modelos para predecir el clima global durante el resto del siglo. Aquí no sirven las respuestas inventadas que escupe chatGTP. Estas máquinas calculan representaciones sobre cómo el mar “mueve” a la atmósfera y viceversa, en el espacio y a través del tiempo. Un mundo de supercomputadoras y grupos científicos que las manejan, repartidos alrededor del planeta, donde se consensuan escenarios climáticos para inferir qué va a pasar en el futuro en nuestro medio ambiente.
Se pronostican importantes cambios en nuestros ecosistemas costeros durante las próximas décadas. Las bajas temperaturas de esta orilla del océano Pacífico –la corriente de Humboldt, desde Chiloé hasta Perú– se deben a que esas aguas han estado a mucha profundidad –y en la oscuridad– por mucho tiempo. El viento ayuda a que suban a la superficie y entreguen sus nutrientes a las algas y microalgas quienes, usando la luz del sol para crecer, alimentan la enorme productividad y diversidad de nuestros ecosistemas costeros. Tres estudios recientes, utilizando los escenarios climáticos más refinados, nos alertan de que hacia mediados de siglo el norte de Chile y el sur de Perú van a experimentar eventos ambientales extremos –olas de calor marinas y supresión de la llegada de nutrientes a la superficie. Dos estudios predicen que estos escenarios climáticos llevarían a la desaparición de un ecosistema emblemático de esa zona: los bosques de algas pardas. Otros estudios alertan que si desaparecen los bosques, se pierde todo lo que el ecosistema que estos albergan: peces, moluscos, otras algas. Los resultados de estos estudios son producto del consenso global de la mejor ciencia que tenemos, hay que tomárselo en serio y pensar qué podemos hacer. La leche ya fue derramada.
Las algas pardas que forman estos bosques, conocidas colectivamente como huiros, son de los ecosistemas más productivos del mundo. Esto permite que su extracción artesanal pueda sustentar un sector económico pujante pero precario, que es una fuente importante de ingresos en tiempos de necesidad. Un estudio aún más reciente descubrió un ciclo en esta economía: al disminuir los precios del cobre y aumentar el desempleo, aumenta la presión de cosecha sobre los bosques de algas pardas. ¿Podremos conciliar la protección de un medio ambiente amenazado por su mal uso y el cambio climático, y la legítima aspiración de una fuente de ingreso estable? Una posibilidad es verlo con una perspectiva socioecológica: la sustentabilidad de los bosques depende de la gente que los trabaja, la gente depende del ecosistema para trabajar. De esta forma, se puede cultivar la capacidad adaptativa del socioecosistema con la flexibilidad de parte de autoridades y comunidades, recursos para asegurar la sustentabilidad de los bosques, organización dentro de las comunidades, conocimientos –nuevos y ancestrales– y finalmente, esa enorme iniciativa que despliegan los que buscan su sustento. Nadie quiere que el cambio climático global lo pille desamparado, la ciencia nos da algunas claves para prepararnos, pero descubrir nuevas formas para disfrutar de forma sustentable del océano es una tarea fundamentalmente colectiva.