Los padres debemos ser facilitadores, no adiestradores. Devolvamos a nuestros niños lo que les pertenece: su conexión con la Tierra
Hay un libro abierto siempre para todos los ojos: la naturaleza. (Jean-Jacques Rousseau)
La educación tradicional solo ha hecho hincapié en los aspectos cognitivos de los niños, llegando incluso a creer que había un solo tipo de inteligencia y que esta podía medirse y resumirse en un número, en un afán de clasificación que nos permitiera tener la ilusión de que controlamos todo, incluso algo tan mágico y complejo como el ser humano en desarrollo.
La ecopedagogía cultiva especialmente otras capacidades humanas tales como la intuición, la imaginación, la creatividad, la estimulación sensorial y la sensibilidad a través de la experiencia. Con ello, estimula un profundo sentido de conexión con la vida, consigo mismo y con los demás que fomenta y desarrolla la capacidad de empatía y de responsabilidad.
Este nuevo enfoque cambia la filosofía de origen en la que hemos ido creciendo donde el ser humano es el centro del universo y la Tierra es una gran masa inerte, desprovista de vida, como una ingente despensa de víveres y riquezas materiales. Desde este lugar, estamos solos, aislados, profundamente desconectados y esto no nos ha salido gratis.
Nuestros niños van creciendo como pueden en burbujas casi herméticas con universos muy limitados y artificiales formados por pantallas, teclas y hormigón generando trastornos físicos y emocionales a los que damos respuesta con fármacos. Niños enfermos de una sociedad enferma, representan la consecuencia y el síntoma a la vez.
Como el resto de mamíferos, nuestros cerebros están diseñados para lo que se conoce como biofilia, es decir para relacionarnos con las demás especies, animales o vegetales. Se trata de una atracción genética por la vida, una tendencia innata a dar valor a lo que nos rodea y percibimos como vivo.
Educar y criar, alejando a los niños de lo que es innato en ellos, es ir contra su esencia, requiere de un entrenamiento largo y minucioso que solemos llamar “educación”.
Las consecuencias son fácilmente reconocibles, aunque no por ello menos trágicas: nuestros niños han perdido espontaneidad, suelen tener biorritmos alterados, problemas de sueño, sensibilidad limitada, fatiga sensorial y falta de movimiento, entre otros que suelen derivar en alteraciones de conducta y problemas de concentración, el famoso TDAH por ejemplo.
Por ejemplo, los pediatras recomiendan exponer a los bebés a la luz solar al menos 15 minutos diarios, ya que es la mejor fuente de Vitamina D, imprescindible para el desarrollo. Numerosos estudios e investigaciones demuestran que la actividad no estructurada al aire libre actúa como un potente preventivo de los trastornos de conducta y que el TDAH mejora.
En la primera infancia, es decir desde el nacimiento hasta aproximadamente los siete años, los niños son poseedores aún de una conciencia mental pura, no necesitan proyectar ni clasificar ni etiquetar ni juzgar. Son capaces de relacionarse directamente a través de los sentidos: tocar, oler, saborear, escuchar, respirar… se trata de absorber el mundo de una forma más fluida y amplía, sin imposiciones artificiales que nada aportan pero sí limitan, como el aprendizaje de la lectoescritura antes de esa edad, típico de nuestra cultura.
“Los niños necesitan dominar el lenguaje de las cosas antes que el de las palabras”, dice el psicólogo evolutivo David Elking.
Antes de los siete años, los niños deben correr, saltar, escalar, cuidar plantas y animales, jugar con agua y arena, pintar, escuchar e inventar canciones, no aprender signos estructurados inmóviles entre paredes con pantallas digitales.
Los entornos naturales son idóneos como marco para el desarrollo de la creatividad, la impulsan desde su diversidad de materiales, texturas, colores y su ausencia de indicaciones sobre cómo deben usarse o jugar con ellos. Y la creatividad no sólo es eso que se necesita para pintar un cuadro o escribir un libro, es una capacidad imprescindible en el desarrollo de nuestros hijos porque les prepara para tolerar la ambigüedad, asumir riesgos y ser flexibles, es decir para una sana adaptación a los cambios y avatares de la vida, nada más y nada menos.
Nosotros, los padres, tenemos una irrenunciable responsabilidad en ello, tratando de educar desde la libertad y la humildad de saber, de sentir y transmitir que somos parte, no el todo.
Nuestro papel debiera ser más el de la aceptación serena e incondicional, la confianza en que cuentan con los recursos que necesitan para ser quienes quieran ser, interesarnos honestamente por sus cosas, asegurar que cada día disponen de tiempo libre para jugar, dejar que se aburran sin caer en la pantalla, darles muchas, muchas posibilidades de conexión con la naturaleza, con los otros (humanos, no humanos, plantas, minerales…), evitar organizar su tiempo como si la agenda de un ministro se tratara, no interferir ni dirigir sus juegos, no impedirles que se sienten en el suelo, que caminen descalzos, que toquen, que se manchen, que desordenen… para construir su mundo, primero necesitan “destruir” el nuestro. Sino, se limitarán a copiarlo desde la obediente sumisión, dejándose a sí mismos por el camino.
Seamos facilitadores, no adiestradores. Devolvamos a nuestros niños lo que les pertenece, su conexión con la Tierra de la que son hijos, su innata curiosidad por lo vivo, su tendencia humana al cuidado de otro, a la generosidad, a la empatía, despertando sus sentidos a una sensibilidad diferente, plena, conectada, responsable.
Y de paso, dejémonos llevar nosotros también por esa energía no contaminada que cada día nos regalan tan generosa y abundantemente.
Publicado en El País